jueves, 1 de febrero de 2024

Carnaval de mi infancia.



    Confieso que he pecado, le dije al cura, en la misa de miércoles ceniza, das das me puso ceniza en la frente haciendo una cruz. Saliendo de la iglesia, con la manga de mi chompa, rapidito lo borré, para no pasar roche en la calle, más si me encuentro con una quillamasin del barrio.

    Dos semanas antes, ya con fuerza jugábamos a los carnavales en mi barrio de Tushpuna. En esos años, éramos pocos vecinos, ralo ralo habían casas y la muchachada no pasaba de 30. Ya saliendo el sol, cualquiera de las chicas que pasaban por la calle Sachapuyos, era víctima. Si no se mojaba por la casa de "el bolo", fijo, le shutiaban en la casa de "los canchules", ya por "el caserolo", estaba lista para que lo metan a los pozos de agua.

    Era una fiesta sin control, éramos irreverentes a todo, hasta a la maja de mamá. Un domingo, ya cuando el carnaval entraba a su máxima euforia, nos reuníamos en la pampa y de allí nos separábamos en mancha, previamente ya estábamos armados con cientos de globos, chisguetes, talco, sapolín y tishne que robábamos de las ollas de la tushpa de la abuela.

    Recuerdo que por Burgos nos encontramos con una mancha de Santa Lucía. Eran nuestros rivales en el fulbito de cada fin de semana y esa rivalidad llegó hasta en los carnavales. En pocos minutos, Burgos se convirtió en el lugar de la batalla. Teníamos nuestra estrategia, casi militar. Los más grandes, afrontábamos la envestida de los globos y los baldes de agua (esa sucia que había por montones en las calles sin encementar). Lo tumbábamos al líder del otro grupo y los más pequeños de los nuestros, se encargaban de pintar el cuerpo con sapolín y el tishne.

    Ya por la tarde, cuando hemos recorrido casi toda la ciudad y superado todas nuestras hazañas, regresábamos al barrio y bañarse algunos, los más grandes se iban a la cantina de la tía Rosalía, para tomar chicha de jora o guarapo. Entre trago y trago, se contaba nuestras acciones osadas. Yo, tenía que pasar por las manos de los más grandes para que me saquen toda la pintura de la cara. Era tan dura la pintura pegada en mi rostro, que teníamos que usar retazos de tejas para sobarlo en nuestra cara. Otros, ya más expertos, previamente se protegían la cara con aceite de cocina.

    Una vez, tuve que padecer la experiencia de ser bañado con querosene para que salga el sapolín de mi cuerpo y la cabeza. Ya por la noche, en la fiesta, nuestra cara estaba rojísima de tanto que se sobó con la teja. 

2 comentarios:

Anónimo dijo...

El carnaval es una fiesta malévola

Anónimo dijo...


Eso del sapolín, era para machos, jejeje