jueves, 3 de febrero de 2022

No quisiera ser migrante.

¡Vecino! ¡vecino! se escucha fuera de la casa. Me acerco a la ventana y veo a dos jóvenes morenos, con mochilas en la espalda, short, barba desaliñada, rostros sudorosos y su voz quebrada por la angustia de sentirse aislado en una tierra que no son suyas. Por favor, no les pedimos grandezas, solo algo para comer y beber. Estamos caminando desde Ecuador y no tenemos a donde ir. Se apaga la voz de uno y se escucha del acompañante. ¡No elegimos, hacer esto! ¡Nos obliga la dictadura en mi país! Se escucha un silencio en la vecindad. Mi esposa abre la puerta. En una bolsa les da algo de dinero. ¡Bendiciones y amen!

Y me imagino en esa condición. De gritar por las calles pidiendo ayuda, botando la vergüenza por sobrevivir. Me imagino, unas zapatillas viejas y con hueco en la suela, los pies llenos de ampollas por tanto caminar, el estómago pidiendo a gritos un plato de comida o mi cuerpo pidiendo donde descansar.
Es cruel. Muy cruel. El hombre, es un ser muy complicado, temeroso, orgulloso, egoísta. Actúa obnubilado por el momento o su circunstancia y es poco empático en tiempos de crisis. Ver a tanto inmigrante, como en este caso los venezolanos en Sudamérica, no quiero imaginarme lo que pasa con los africanos en Europa que por el solo hecho de su color ya le genera rechazo (seguimos con el estigma del racismo extremo), los de medio oriente que tienen el cliché de hombres bomba.

Es tan cruel la vida de muchos que nos vanagloriamos de tener poco que para ellos (en su condición de apátrida) es todo.
No quiero ponerme en ese papel. Debe ser bien complicado. Ser visto como asqueado. Calificado por tu procedencia, más no por tu conducta como ser humano. No quiero, estar en ese triste papel que millones lo tienen en el mundo. Ese mundo, donde cada vez se hace ancho y ajeno para todos.

Con la experiencia de hoy, mi solidaridad absoluta con los migrantes, vengan de donde vengan y a donde vayan.

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