Una mañana de verano en la pequeña ciudad, arribó una mujer de baja estatura, gordita. Miró la plaza, se hospedó en el único
hotel de los años 50 en Chachapoyas. Cinco días después, del anonimato, pasó a
formar parte de la historia. A ella, todo un pueblo acudía y vaya que pueblo.
- - ¿Qué pasó?
- - He conocido a una
hembra que pondrá un prostíbulo.
De ese diálogo entre dos amigos, se hizo eco todo un pueblo. Desde esa vez y por dieciséis años consecutivos, tres estables y algunas visitantes, se puso al servicio de los varones LA CASA DE LA CULTURA.
Caminando por “El colorao” y “El Blanco”
que hoy se ve una maravilla con el asfalto hacia el aeropuerto, me choqué con
viejas paredes, algunas que se mantienen de pie, retando al tiempo. No es más
que 100 m2 . Se aprecia que
era un salón y dos o tres ambientes destinados al desenfreno de los visitantes.
Me paré en el centro, cerré los ojos y mi imaginación volaba y regresaba a ese
tiempo.
Veo las luces de colores, música de un viejo tocadiscos, un motor que humea fuera del local. Me encuentro, con personas que suben desde las nueve de la noche con su linterna de cuatro pilas, caminan lentamente, ya que la atención era desde las 10 de la noche. Me imagino a Marghot, la máma del burdel, cobrando los 20 soles que es la tarifa, entregando un recibo para que se atiendan conforme llegaban. Me cruzo con fiscales, jueces, policías y empleados públicos que se sentaban en las cuatro mesas a tomar unos tragos antes de “botar la piedra”
Me imagino, a las esposas que preguntaban por las misteriosas salidas de los esposos los fines de semana y que regresaban oliendo a loción rancio y barato, a talco o a trago y aromas sin sustancia. Recreo, esas historias para justificar las tardanzas y quizá esas caras con sonrisas largas por las noches de fantasía.
Y viene a mi memoria, la historia de un fiscal, poderoso él, que era recurrente permanente y el único que podía dormir con la dueña del burdel y que incluso se llevó a una conocida orquesta local para hacer serenata, hacer una fiesta donde solo él y dos jueces y las tres “quellamitas” hicieron la fiesta desde el medio día hasta la media noche.
También de un conocido policía que se
rompió la pierna al caer a una hoyada y tuvieron que cargarlo entre cuatro a la
ciudad o un reconocido futbolista que hacía goles en el estadio y otros arcos
también y que de tanto ir y venir, se cayó de la motocicleta y se malogró la
rodilla y se despidió de la pelota.
Converso con amigos y me dicen que tal
como se abrió, cerró. Marghot, Marleni y Rita, hicieron su despedida un sábado.
Vendieron las mesas, las sillas, apagaron las luces, se cerraron las puertas y
el tiempo se encargó de abrirlas con goteras y hoy, son tan solo paredes, que,
si hablaran, más historias nos contaran.
Hoy la CASA DE LA CULTURA, es un mito, que me permito recrearla imaginariamente para que quizá conozca algo más de una ciudad que cambia de piel permanentemente.
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