jueves, 24 de diciembre de 2020

Mi historia de Navidad.

La miré de abajo arriba. Tiritaba de frío. Sus ojos miraban al vacío, extendiendo mis manos la atraje a mí. Eran las once menos cuarto, el reloj avanzaba aceleradamente, en el coche salí a comprar algunos regalos que faltaban para los sobrinos, algunos buenos vecinos y amigos. El tráfico era infernal. Todos deseaban regresar a casa para el abrazo de nochebuena. Yo, como siempre, solo quería que pase las horas.

Tomo la calle sin fin. Luces multicolores adornaban más que nunca la oscuridad de la noche. En cada casa, en cada rincón una bombarda, un villancico recordaba a cada ser humano que en pocas horas el “niño Jesús” volvería a nacer. Un nacimiento que se repite por más de dos mil años. Un nacimiento que cada vez se hace más rimbombante con la compra de regalos.

No recuerdo la última navidad de mi vida en familia. Quizá aquellos años 70 donde mi madre recreaba grandes nacimientos en la casa con todos los guarangos que podamos cortar y las piezas que simulan el pesebre que traíamos de todos lados. En casa no faltaba el chocolate, el pavo, los regalos, las sonrisas y las travesuras también.

De allí, se impuso mi soledad y los 24 por la noche solo fumaba un cigarro negro. Cada bocanada lo hacía tan profundo para que entre en todos mis pulmones y solo vomite silbidos y mis ojos no expulsen lágrimas. Un largo sorbo de champagne me aturdía y así poder ir a la cama. No había regalos, tampoco llamadas, el eco de mi voz en el fondo del alma respondía a mis dicotomías: Creer u olvidar.

Recordaba mi infancia. Mi padre (como si no me diera cuenta, me hacía el dormido), entraba a mi cuarto pintado de verde y lleno de afiches de artistas ya olvidados y mujeres sin rostro, mujeres que llegan a tu vida en la pubertad y se esfuman con la cruda realidad, dejaba en mi raído zapato mi regalo. Cuando salía, curioseaba el obsequio, abría con prudencia el envoltorio y casi siempre repetía: eran docenas de bolitas de cristal y uno de acero, camisa de franela y un pantalón de lino, algunas veces zapatos “Hércules” con punta de hierro y una vez un trompo dorado, el mismo que se rompió al querer “doquear” a un sopero en la escuela cerca de mi casa. Ah, pero quizá el mejor regalo que tuve en mi vida haya sido hacer mis largas colas en el estadio para recibir regalos del gobierno militar de Velazco, que además de show de títeres traía en aviones grandes cajas de regalos.

 Recuerdo a un oficial grande para mi edad, vestido de verde y a su costado dos cachacos con fusiles. ¡Gordito, escoge!, me dijo. Con el entusiasmo propio de la edad, sin pensarlo dos veces, me hice del que estaba más cerca de mí. Cogí un venado de plástico y que se inflaba hasta doblar mi tamaño. Era marrón con manchas rojas, tenía unos enormes ojos, una cola bien pequeña y unas astas bien grandes, que cuando pasaba entre cientos de niños, escuchaba que decían ¡lechero, lechero! Tengo mucho recuerdo de este animal de plástico. Al día siguiente de navidad salí a la calle a jugar con mi venado, un primo por pura envidia, se abalanzó sobre mi apreciado juguete y lo partió con un cuchillo afilado en mil pedazos. No saben cuánto lloré, hasta quedarme sin lágrimas solo suspiros de melancolía brotaban de mi pecho. Cada vez que lo recuerdo me caen lágrimas de impotencia, de frustración y eso  que ya estoy viejo. Desde esos lejanos días ya no me gustó la navidad, hasta que…

En esa calle sin fin, solitaria y fría, escucho gritos y muchas expresiones de asombro y hasta lágrimas de angustia. Doña Justina, jadeante y lo que le falta respirar viene a mí (era amiga desde la infancia). ¡Gustavo, Gustavo, Gustavo! ¡Santo Dios! ¡Una verdadera tragedia!¡Es el fin, es el fin! ¡Santa María Purísima! ¿Qué paso, Justina? ¿Qué paso, mujer? ¡Cálmate!  ¡El trineo de Papá Noel cayó del cielo, Gustavito! ¡Queeeeeeééééé! ¡Esas son cojudeces!¡No joda! Quitándome su cuerpo del mío quise seguir mi camino, apresurándome sobre mis pasos que dejaban sus huellas en la nieve. ¡Es verdad, Gustavo, ¡es verdad!¡Ve con tus propios ojos! ¡Te lo suplico, Gustavo!

Haciendo caso omiso a las palabras desesperadas de Justina, traté de alejarme del grupo que rodeaba la zona de curiosidad. En medio de la oscuridad y las estrellas, veo aparecer centellas en el firmamento y se escuchaba cada vez más cerca el sonido de una campana que acompañaba el viaje de un trineo; pero algo llamó mi atención. Una luz palpitante me inducía que vaya hacia ella. Cruzamos calles y el río. Mis zapatos húmedos se movían al impulso de mi cuerpo, mi pantalón era más pesado por la humedad, no sé en qué momento perdí la bufanda y la casaca para el frío. La luz dejó de brillar y cayó en una acequia medio vacía. En ella, vi moverse una figura pequeña que tiritaba de frío. Era pequeño, muy pequeño diría yo. Su hocico buscaba algo de comer, siento que confunde mi dedo con una teta, succiona fuerte pese a tu pequeño tamaño.

Saco mi chompa, me quedo medio desnudo, corrí al coche, quito la nieve, entro en ella y prendo la calefacción y las luces; con mi pañuelo medio seco, limpio poco a poco el cuerpo de aquel animalito. Cada vez que liberaba su cuerpo de la suciedad, notaba pequeñas manchas. Su piel era suave, sus orejas alargadas y su mirada llena de esperanza. Nos miramos por breves segundos. Intentaba pararse en el asiento trasero del coche y berreaba por el hambre, yo; sentía como unas gruesas y cálidas lágrimas de emoción bajaban por mis mejillas.

Por esas coincidencias de la vida, el que fuera un juguete de infancia, en mi vejez, tenía en manos un venado de verdad. 
Después de muchos, muchos años, la navidad volvía en mí.




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