viernes, 29 de noviembre de 2019

Mi huaycho querido



¡Cloc, cloc, cloc!. Lentamente escucho sus pasos, entreabro la puerta y allí estaba mi amigo. Mi mira y resopla, salgo corriendo, se arrodilla y subo, rápidamente entramos al camino principal, cruzamos la chacra de yucas y maní, diez minutos después desde lo alto, mirábamos al pueblo. Ese pueblo que lo llevo en mi corazón eternamente: Limabamba.


Eran los años 70, inicios de una nueva década cuando viajamos por primera vez a la tierra de mi madre. Viajar a Mendoza en esas épocas era toda una odisea. Salías a las siete de la mañana, almorzabas en Huascazala, anexo de Molinopampa y entrada la tarde llegabas a la tierra de los “huayachos”. Al día siguiente, ya estaba listo las acémilas para el viaje. Cruzabas el puente Leyva, dejabas atrás Chaupimonte, subías hacia Santa Rosa, Totora y llegabas a Limabamba. Una jornada de medio día, llenando tu buche con charqui, cangas de gallina con su yuca, agua con cancha molida, sus naranjas y las guayabas que lo “tirabas” de las chacras. Oliendo a aguardiente recorrías esa ruta. Para un niño de mi edad, no había tiempo, todo era felicidad.



Nos quedábamos en la casa del abuelo, aunque eso de quedarse era “finta”, ya estaba con mi tío Jesús, con mi abuelo “Grisho” o con mi tío Jaime o en la casa de mi tío Lucho “Patón”. “Bien jodido eras sobrino”, ahora me dicen mis tíos cuando nos encontramos. En cada casa tenía mi reserva de maní, naranjas, “utos” (*) fritos, plátano. Como era época de creciente, mi abuelo colocaba el “garlito” en las quebradas para tender todo el pescado del mundo. Peroles de plateaos engullíamos acompañado de su café con chancaca en pate, de su choclo sancochao, luego, calatos, sin miedo al qué dirán, nos metíamos al río horas y horas jugábamos en el agua estancada hasta que la culebra verde nos hacía correr.

Fue un amor a primera vista. Él estaba amarrado al costado del horno casero, comía vanidoso su yerba. Me acerqué pícaramente, se asustó, levanté mi mano y lo acaricié; sin saber cómo, puso su cabeza sobre mi hombro y mis pequeños brazos intentaban hacer lo mismo con su cuello. ¡Au, manungo!(**) ten cuidado, no te vaya a patear, recuerdo que escuché a mi tío, mientras ya estaba debajo de su panza.

Mi relación fue tan estrecha, que todas las mañanas relinchaba a modo de llamado y presto me levantaba de la cama para estar con él. Era tan noble, tan caballero y digno ejemplar que jugaba con él, me metía entre sus patas, lo doblaba la cola, lo pelaba su muela y lo habría su boca para que coma a la mala y nunca reaccionó conmigo. No lo sé, era una belleza.

¡Ah!, no era gigante, pero sí garboso, tenía los cascos de las patas de colores, su cuerpo era blanco, sus muelas manchadas por la edad, sus orejas puntiagudas y alertas al peligro. Sus ojos eran penetrantes, dulces y alegres. A veces sentía que cuando lo dejaba se ponía triste. La crin era larga y lisa, muchas veces amanecía tejidos y mis tíos me decían que “la duende” hace sus travesuras con el animal.


Dejé de verlo muchísimos años. Hace un mes regresé a Limabamba, me encontré con mis primos queridos. Jaime, Jesús, Lucho ya no viven, mi tía Lilia (la consentidora que me daba de todo por cariño) ya cerca de los ochenta, me dice que al año siguiente el animal se murió. Me dio mucha pena. Salí de la sala de la casa, entré a la huerta, miré la montaña por donde nos escapábamos a mirar el pueblo y lloré por él.

Mi “huaycho” querido, noble caballo, eterno amigo, tus relinchadas lo tendré siempre conmigo.



Glosario
(*) Uto, según mis tíos, así lo llamada a los huevos de corral. "Quiero, uto"
(**) Manungo, así me decían de cariño mis tíos.


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