No sé si es el zenit de la existencia terrenal
de todos los hombres del mundo, tampoco la edad ideal para sentirse logrado;
peor, si es el momento de comenzar la cuenta regresiva, no lo sé. Lo que sí sé,
es que vamos camino a los CINCUENTA.
Y llegar a los cincuenta, es tomar una pausa
en el camino y recordar lo que se pueda recordar, lo malo tratar de olvidar,
aunque sea imposible, ya que cosas dolorosas que te marcan para toda la vida y
lo llevas como tara sobre tus hombros, no lo puedes perder en el bolsón del
olvido, ya que la mente ingrata lo tiene siempre presente.
Y me acuerdo de muchas cosas, tales como mis
rabietas en la escuela y mi carpeta especial que me compró mi papá para ir a la
escuela. Especial porque era lluqueta (zurdo) y a punta de golpe me hicieron
diestro, de allí mi rebeldía por lo convencional, mis escapadas de la casa y
aparecer tarde muy tarde, entrar a escondidas para que no me caiga el sanmartín (chicote de cuero que te
hacía ver diablos azules -¿existirán?). Hacerlo correr a mi pobre viejo para
que no me castigue, aunque nunca paso de la palabra a los hechos, menos a la
vieja que era brava.
En esa edad, era más que travieso, gordo, hijo
consentido, cargaba mi maletín con yacones, alfeñiques, comía hasta dos o tres
platos de trigol con su leche y pan. Esa comida especial que nos daban los
gringos con su programa “Alianza para el progreso”. Era lo mejor de la escuela,
comer y jugar. No puedo dejar de recordar la vieja palmera del 131, mis amigos de aula,
la profesora Alicia Jerí (una maestra extraordinaria), Lucho Morí, el director
Tenorio, que me motivó a formar parte de un melodrama por 28 de Julio, donde
salí disfrazado de prócer , para decir solo “Hay que quitar todo lo cochino”.
Recuerdo que me hacían cantar en los programas semanales, además de maestro de
ceremonia. Cantaba y me acompañaba con un peine. Quería hacer lo mismo en el
Seminario, pero me pifiaron (jajajaja). Desde muchacho tuve vocación por el
periodismo.
En la secundaria, ya con mayor juicio de
razón, quizá sea la mejor época de mi existencia, además de los enormes amigos
que cultivo hasta ahora, aparecieron las enamoradas (es un decir), las
palomilladas, el correr como cojudo del San Juan a la esquina de la Virgen
Asunta para que nos vean las chicas, hacerse los donjuanes, ayudantes de
cocina, bailarines y ser parte de un grupo de jóvenes que impulsamos la
integración de ambos colegios. En esta etapa, surgen los conflictos emocionales
y los primeros dolores del alma. Recuerdo la muerte de los compañeros en esta
etapa de mi existencia, mi época de futbolista en el Club Alonso de Alvarado; corrección, eso de futbolista es mucha vanidad, solo jugué tres minutos en el
estadio Kuélap. Ese estadio de arena rosada, donde tenías que tener más que
bolas para patear la pelota de cuero, en una torrencial lluvia y con fenómenos
de los ochenta. Acá también perdí a mi abuela. Mis amigos me acompañaron al
entierro portando cartuchos.
Llegué a ser Brigadier de Comando del San
Juan, no por chancón, quizá por la disciplina o por el mucho cariño que tenía
por parte de “Patita” Vigil o por haber
soportado estoicamente los golpes de tiza en el curso de geografía con “Pavo”
Leyva, aquel querido maestro de los lentes de botella de color verde o por
las repetidas bajas notas en matemática
con Enrique Araujo o Maximiliano Valle o por último, vivir ilusionado, como
todos, de nuestras lindas maestras como Betty y Bertha, o quizá Juvitza, la
profe de inglés.
Era el locutor del recreo, miembro del equipo
de periodismo escolar, redactor de boletines escolares. El periodismo lo tenía
dentro, profesión que abrazo con dignidad y me hizo hombre. Hombre con
principios, enamorado de la tierra, de mi esposa, de mis hijos. Periodista de
pasiones y de emociones gratas y eternas (continuará…)
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