Luego de veinte minutos de examen a mi cuerpo, el médico me
mira fijamente a los ojos y entre miedo, vergüenza y sorna me dijo: Esta usted,
envejeciendo. ¡Viejo, yo, a mis cuarenta y ocho ta loco!. No estoy loco. Es una dura y cruda verdad, está usted
envejeciendo. Desde ese día, las noches son una tortura, cierro mis ojos a las
diez, se abren por inercia a la una y doy vueltas en la cama hasta que amanezca.
Con el rostro del desconsuelo y el cuerpo gimiente tomo una ducha como sosiego.
La tos que me curaba en un santiamén, ahora me produce
escalofríos, el pecho de tanto gemir duele hasta la eternidad, mis bronquios
silban como el viento en cordillera. Mis pasos son acompasados pero más lentos,
cada pierna duele a golpe de un látigo silencioso que se mueve desde la raíz de
mi columna desviada. Mi piel ya no es lozana, se despelleja con más prisa. Mi
pelo cambia de color, mi frente es más despejada, mi corona sufre la
inclemencia del sol que quema mi cabeza. Mis dedos ya no tienen la habilidad de
escribir como antes. Duelen, se adormecen, se aíslan del vaivén y el artilugio
de crear cosas nuevas. El estómago arde como estaría en una fuente gigante de
ceviche a lo macho, pese a la Milanta, la Ranitidina o el Omeprazol, la
situación no cambia, excepto un buen vaso de leche helada que hace plash en mi
panza.
Quiero correr como antes detrás de una pelota. La pelota se
ríe de mi guata, de mi falta de aliento y mi cintura de ceibo. Quiero subir la
cuesta de mi trabajo, pero a cien metros pido chepa porque saco la lengua. Y
nuevamente como eco rebota en mi cabeza, lo que me dijo el médico: Se está
volviendo viejo.
Me dicen que me cuide de las harinas porque cierran las
arterias, que coma frutas antes de las comidas y que nunca la mezcle porque si
no se hincha su estómago y tendrá flatulencia. Que haga ejercicios por las
mañanas antes del baño, lo intento pero no puedo porque cada movimiento por más
pequeño, trae un sonido en mis huesos y un dolor en cada músculo de mi cuerpo.
Que no fume, que no tome, que haga vida saludable por el campo, que me relaje,
que no piense, que deje de preocuparme para no recibir una bomba llamado
stress.
Que haga dieta blanda, que no coma carnes rojas, menos los
frejoles o lentejas que tanto me gustan porque ello hace que me suba la
hemoglobina. Que me olvide de los chicharrones, de la mayonesa y del café. Que
tome bebidas calientes después de las comidas para que las grasas me hagan
menos daño. Que me abrigue bien por las noches para evitar que el frio entre
por mis poros. Que me ponga medias gruesas para calentarme. Que ya no duerma
sipracho, y que use pijama polar. Es que ya estas viejo, me dijo el doctor.
Por eso hoy te pido, que ya no quiero ser grande, señor.
Quiero volver a ser un niño, pero un niño grande en pensamiento y que entienda
lo que le aconsejan sus padres. Un niño que en vez de perder tiempo cinco horas
en la televisión, lea, converse, congenie. Un niño que no se eche en el mueble
plastalla; si no que se sienta y camine derecho para que cuando sea viejo no se
desvíe la columna. Que no coma cojudeces como el chizito, el chocolate, la
galleta, dulces ni gaseosas, que se alimente sano y nutritivo para ser mejor
adulto y anciano. Que asquee el cigarrillo y el alcohol porque son dos formas de esclavitud social y urbana. Un niño responsable, que entienda y comprenda. Un niño que
ame la libertad y la vida. Un niño que aprenda desde hoy la tolerancia, el
respeto y el orden; pero sobre todo a decir las cosas por su nombre, aun que
estas incomoden al mundo. Un niño de piel y nombre. Un niño de futuro y bueno.
Te ruego. Ya no quiero ser grande, Señor
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