Como nunca, desde las nueve y media de la noche me prendí del televisor para ver el rescate de los mineros chilenos. Me importó un pepino Markarian y sus ¿magos del balón?, las historias culebronas de “Al fondo hay sitio”, las trilladas historias de la telenovelas. Cada movimiento, cada paneo de las cámaras de televisión mis ojos vieron con detalle este milagro de la montaña.
Sin lugar a dudas, es la mejor noticia del año y quizá la que se lleve todos los lauros de los mas media en el mundo. Confieso que estuve nervioso como todos. También imploré al amito para que todo salga bien y vaya que así fue. Mi tocayo Manolo Gonzalez, fue el osado rescatista que experimento el pánico, la sombra al bajar más de 600 metros a las entrañas de la tierra. Llevó el mensaje de esperanza, no solo de un país; más bien del mundo que prendido en la tele fue testigo de un milagro, de un acontecimiento inolvidable que seguro permitió a cualquier mortal derramar una lagrima de alegría.
Pese a la rabia histórica que tenemos con los vecinos del sur, me sentí como ellos, ya que en circunstancias como estas, nadie puede enarbolar su odio o sus bajas pasiones. Todos hemos sido chile, todos hemos sido hermanos en la esperanza y el éxito del rescate. Rescate a fin de cuentas, que nos permite reivindicar el sentido de la solidaridad y de que más allá de nuestras humanas percepciones existe allá arriba alguien que nos hace los milagros.
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