Originalmente había pensado en adaptar la crónica escrita por Don José Víctor Mendoza Castro. Pensaba, quizás, que lo adecuado sería ofrecer desde las aptitudes de mi carrera (soy, mal llamado, comunicador) alguna propuesta que eleve el relato o que lo haga más accesible. Sin embargo, terminé por decidir que la mejor forma de dialogar con la pieza escrita por Don José, que era como le decían algunos conocidos y familiares, sería usando la misma herramienta con la que él se apoyó para reconstruir un fragmento de su memoria: la palabra escrita. Pocas son las cosas que quisiera compartir sobre mi abuelo. Esto porque siento que la memoria, tan frágil como es, tiene ella misma un lenguaje inaccesible desde la palabra escrita.
Creo que es en esa nube infinita
donde se encuentra aquella esencia que nos hace seres humanos. No obstante,
quisiera que entiendan que en vida fue un hombre reservado, alegre y bondadoso.
Creo que con decir eso es suficiente. Quien pueda entender esas palabras,
aunque sea ligeramente, puede hacerse una idea clara de quien fue Don José Víctor
Mendoza Castro. Quisiera también, ir sobre mis pasos, e intentar capturar algo
de aquella mezcla de recuerdo y emoción en las siguientes líneas. Se que es
posible que, en mi intento, termine dejando fuera parte de aquel elemento
esencial que convierte a la memoria en algo tan intenso, sincero y nuestro. Sin
embargo, comenzare con uno de los recuerdos más vividos que tengo de él y que
ahora ha tomado un significado infinitamente más profundo… quiero creer.
Recuerdo entonces que era verano, o al menos lo parecía.
Recuerdo también esa sensación
despreocupada de aquel que no tiene aún ningún compromiso con el mundo, ni con
las cosas. Recuerdo que fuimos toda una familia en esta casa. Y lo recuerdo a
él alto, delgado, con el cabello apenas negro peinado y tirado hacia atrás.
Recuerdo, también, que solíamos caminar de la mano. Sus palmas se sentían
inmensas a comparación de las mías, sus dedos largos y delgados envolvían toda
mi mano con facilidad. Recuerdo que al caminar a su lado no tenía que correr.
Su caminar era meditado y tranquilo. Era fácil seguirle el ritmo. Naturalmente,
debido a mi tamaño, debía mirar hacia arriba para poder hablarle. Supongo que
es así que quedó fijada en mi memoria la imagen del sol filtrándose entre las
copas de los árboles que había por la calle donde vivo (y que aún se encuentran
aquí). Supongo que le habría hablado de miles de cosas sin importancia.
Me considero una persona algo
impertinente al hablar, es por eso que digo lo anterior. Sin embargo, existe
una conversación que siempre tengo presente. Tendría como 5 o 6 años y nos
encontrábamos caminando por la calle. Como era costumbre yo iba colgado de su
mano. Cuando niño, como a todos quiero creer, me leían cuentos casi a diario. A
veces por mero capricho mío, estoy seguro. Por alguna razón, me hice con la idea
de que nosotros, y el mundo que experimento hasta ahora, nos encontrábamos en
un cuento. Fue así que, una de tantas veces, le pregunté alegremente – “¿Cuándo
se acaba nuestro cuento?” Supongo que decidí ponerle tal interrogante porque
asumí que quizás, por su edad, tan distante a la mía, él sabría la respuesta.
Recuerdo su mirada confundida posada sobre la mía, iluminada por el sol detrás
de él. Sé que tuve que explicarle, con la poca claridad de un infante, a qué me
refería. Se, también, que algo me respondió.
Quisiera poder poner aquí cual
fue esa respuesta, pero, lamentablemente, la memoria me falla. Quizás hace
bien. Lo único que recuerdo es que mi pregunta lo hizo sonreír y nada más.
Estoy seguro que nunca le comenté sobre este recuerdo. Y ahora, mientras
escribo, lo imagino sentado en aquella mesa que usaba como estudio personal. Lo
imagino, sumido en la soledad que uno aprende a tolerar con gusto. Gusto que
comparto casi sin notarlo. Lo veo en silencio, iluminado por esas luces blancas
que en cada habitación de la casa resplandecen igual. Sosteniendo el lápiz
entre los dedos, con los lentes puestos, leyendo, escribiendo, repasando sus
trazos, borrando, soplando el residuo con un silbido hondo que jamás escuche en
otro lado. Antes de pasar a la crónica, quisiera señalar una última imagen. La
última vez que lo vi sonreír fue en una de esas dadas de alta de la clínica.
Recuerdo que tenía las mejillas enrojecidas y el cabello peinado hacia atrás.
No sé bien que habría dicho, pero
recuerdo vívidamente su sonrisa y que, luego de buscarle la mirada a todos en
la habitación, volteó a verme. Es de esta manera como he decidido
inmortalizarlo en mi memoria, porque es así como lo encuentro al ir hacia
atrás, a esos años que ahora se sienten imposibles. Después de aquella
oportunidad, sus días en cama, sus entradas y salidas a la sala de emergencias
y las noches en vela, todas se mezclan en mi memoria. Forman una imagen deforme
en la que el tiempo pareciera estar estancado… empozado casi por completo.
Supongo que señalo esto porqué
creo que es necesario abrazar cada segundo que tiene uno sobre la tierra con la
misma fuerza, orgullo y determinación. Antes la certeza del final, Don José Víctor
Mendoza Castro se mantuvo sensato, incluso más que los que lo rodeamos. En cuanto
a mí, hace tiempo que la muerte ha dejado de significarme mucha cosa. He
aprendido a entender que es parte natural de la existencia. Reconocerse humano
es reconocerse mortal. Esto le da un peso nuevo a cada latido y es aquello que
debería llevarnos a vivir con dignidad, velar por cualquiera que alguna vez
necesite de nosotros, tratar de encontrar la virtud incluso en el peor de
nuestros errores y dar solo por dar. Se que en algún lado de sí mismo, mi
abuelo lo entendía también. Espero que esto no haya terminado siendo demasiado
tétrico.
No fue esta mi intención en lo absoluto. Hay que honrar cada pedazo de la vida y, a veces, eso incluye lo que resulta doloroso. Espero también que tras haber leído esto, las siguientes líneas, que pertenecen a una crónica escrita por Don José Víctor Mendoza Castro, tengan algo más de impacto sobre cualquiera que llegue a leerlas y que entienda que más que un recuento histórico, son momentos de la vida de un ser humano, un padre, un esposo, un amigo y abuelo.
Doy pie entones a la crónica que
narra el origen del Club Deportivo “Sachapuyos”
José Víctor Mendoza Muñoz.
...CONTINUARÁ
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