Mi abuela era brava. Siempre andaba con sus trenzas y con una varilla para ¡zas! darnos ante cualquier palomillada. Tenía un batán donde preparaba su ají de pepino, el azafrán, ajos y el choclo para hacer tortillas. Para ganarnos estas delicias, teníamos que dormir con ella. Recuerdo casi siempre su huerta llena de cañas, maíz, chiclayos, ajíes y un shunto de repollos que lo utilizábamos cuanto mataban un chancho y se hacían las morcillas. Ese día era fiesta familiar, no sé ni porqué ni cómo nació el placer por comer shinshe, esa tripa larga y seca, previamente inflada que le oreábamos en la tushpa y que al meterlo a la sartén se hacía shinte.
Siempre en mi barrio (Tushpuna)
donde predominaban los Cabañas, los Alvarado, los Portocarrero y los Vega, se
jugaba a la pelota, se tomaba chicha de jora, se robaba las gallinas y se comía
nuestro purtumote en el mercadillo o luego de viajar en mancha al Sonche,
traíamos una sarta de carcachos.
De la panza del chancho, la pococha, se hacía
la pelota, jugábamos hasta quedarnos pucachos por el calor del juego. En esa
edad, recuerdo que con nuestra cachucha, nuestro huanchil nos
íbamos lacan
lacan a Curquingue para lavar la ropa de la familia o para recoger
la chamisa.
Nuestras mamás, ¡sop sop! sacaban la lavazas de las frazadas a golpes
sobre las piedras, mientras que los niños, íbamos con nuestro jebe a
matar pichuchos, golochas y quintes.
Más jovenzuelos ralo ralo con
los vellos en el pubis, dejábamos a tras nuestros pantalones remendados o
andar patacala,
para limpiar nuestra pitsinga con
moco, echarnos brillantina en nuestra chova, lavarnos la cara y pie con teja
para sacar la pispa de nuestro cuerpo. Estábamos wuainillas y
ya mirábamos a nuestras vecinas con otros ojos. Atrás quedaba la canstrcha en
nuestra cara, nuestros pantalones llenos de ishpa, la jareta abierta y hasta
caminábamos prosas y lantachos por el barrio.
Me acuerdo mucho que en casa, mi
mamá paraba olletas de café. ¡Tienen que comer para que no
crezcan flautasiques!
nos decía. Y conforme crecíamos nos veíamos entre la pandilla del barrio cada
vez más diferentes. Unos tenían crecidos el gañote, otros se quedaban llacmachos, algunos llicma singas,
otros magunchos y
uno que otro sotoco y petacón.
Yo era bien tragón, engreído y
panzón. Mi viejo me contaba que era rabioso y llorón y el único lluqueta de la
familia. Si tenía que comer en varias casas, en todas llushpia la
comida. Me contaba mi mamá que de niño viajaba de vacaciones a Limabamba y
siempre o casi siempre regresaba empachao. Sí, recuerdo que comí más de una
docena de huevos frítos, al cual le decía uto, que al mezclarlo con naranja fui
evacuado de emergencia a Chachapoyas, por eso es que muchas veces estaba murohuia con
mi cara, seguro de tanto mute locro, puchero, rumniate, tucsiches, ucho,
cuy cangao,
costumbre, caransho, huirishpay y su lapa lapa de frejol que me
aventaba.
Ahora a mis cincuenta y más,
sufro las consecuencias de mi desfachatez alimenticia. Algunas comidas me
hinchan la barriga, ret ret tengo
que estar luego de tomar el gaseovet y tengo que caminar quingo quingo por
las calles para bajar la huata, con una gorra en mi masuma para
que no me queme el sol y regresar a casa mupa con mi polo, entrar a la
ducha y quedar chuita de nuevo.
Cuando envejeces, envejece contigo
todo. Tienes gradas de arrugas en la cara, menos pelo, duele cada parte de tu
cuerpo, mas lerdo, pero más prudente. Esa prudencia, me hace escribir de todas
las formas y mejor lo hago con regionalismos de nuestra tierra.
No saben ustedes el placer que
tengo al revisar diccionarios, adecuar mis oraciones y cuando leo y releo lo
que escribo hasta me pisho de la risa.
P.D (Tómenlo literalmente por
favor)
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