lunes, 2 de mayo de 2011

NOS ESTAMOS QUEDANDO SOLOS

Chao papi, chao mami. Ella dice que va a la casa de su amigo para hacer la tarea y que regresa a eso de las cinco. Él, camisa fuera del pantalón, chompa al hombro, me dice que ya regresa, que tiene que hacer la tarea con sus patas, que luego va al cine y de allí a comer pizza con sus amigos: Ella tiene quince años, él doce. Yo, cerca al medio siglo, y siento igual que mi esposa, la soledad y el silencio en casa, cuando hay una tele apagada, un nintendo silenciado, ni pasos que suben o bajan por las escaleras. Solo un guau, guau de la mascota hace superar el trago amargo de la vida que se va y muestra su incontrolable cambio de mando y de generación.
            De los tres hijos, cada uno tiene su toque especial. La mayor, una ciudadana que madura con la distancia. La segunda, con un autoestima insuperable y a prueba de balas y que vive su mundo marcado por sus metas y objetivos personales. El tercero, un púber que va camino a ser hombre. Como todo padre los quiero un montón, más en silencio que en la acción. Como padre, quiero darlos todo lo que puedo, Como padre quiero ser algo más que eso: un medio que los permita acoplarse a un mundo y sociedad lleno de complejidades y espejismo mágico.
            Y entonces me acordé de aquella mítica poesía creada por el poeta libanés Khalil Gibran, que entre otras frases dice:
Tus hijos no son tus hijos,
son hijos e hijas de la vida,
deseosa de sí misma.

Puedes darles tu amor,
pero no tus pensamientos,
pues ellos tienen sus propios pensamientos.


Puedes abrigar sus cuerpos,
pero no sus almas,
porque ellos
viven en la casa del mañana,
que no puedes visitar,
ni siquiera en sueños.

Tú eres el arco del cual tus hijos,
como flechas vivas,
son lanzados.

Deja que la inclinación,
en tu mano de arquero,
sea para la felicidad.
Y es tan cierta esta poesía, que cuando uno quiere hablarlos después de tiempo, uno se da cuenta que ya no tienen tiempo. Nos damos cuenta que cada niño poco a poco como los pájaros abandonan su nido para ganar su libertad. Esa libertad pagada a alto costo, donde cada uno tiene que surfear con aplomo las tentaciones de una sociedad cada vez menos tolerante, indiferente, displicente y marcada por el afán de sobrevivir egoístamente.
Y esa misma soledad, me viene a la memoria viejas canciones, como el de la “Casa Nueva” que en la parte final dice:
Mira, todos se han ido,
hemos quedado solos,
estoy casi borracho, parece,
lo entiendes? solos, solos,
sin hijos, lo ves?
se van, se van, felices,
tú te pones más vieja,
yo más viejo y más triste.
En fin, bailemos,
sólo Dios entiende lo que pasa,
después de todo, o nada,
tenemos nueva casa.
Déjame bailar, contigo, la alegría linda del último vals,
amor, amor, amor,
déjame saber, es cierto, que nada nos quita la felicidad,
amor, amor, amor.

 Y eso es verdad, una muestra vivencial de que la vida se regenera o se reencarna es por medio de los hijos y de los apellidos; pero es sólo eso. La vida es un libro abierto, que solo se cierra con la muerte o con el olvido.
Al regresar todos a casa, trato de comprenderlos en su libre espacio y tiempo y miro con celo su lozana juventud y adolescencia. Ellos viven su mundo, yo en silencio mi martirio, porque poco a poco la casa en definitiva se irá quedando sola, y en la distancia solo los añejos álbumes de fotos harán recordar mentalmente las risas, los juegos y derramar a escondidas más de una lágrima.

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