Con esto de las lluvias torrenciales
que azota nuestra región, parado en un rincón de una tienda, vi a dos niños
saltar sobre el agua, caminar o correr con tanta alegría y a un tercero colocar
un barquito de papel y tapado con un plástico iba tras su obra para ver hasta
donde llegaba. Y recordé algunas proezas de mi infancia y una que otra
palomillada a espaldas de mi viejo. Por un instante e imaginariamente volví a
esos años mozos, esos años irrepetibles, inolvidables que todo niño de hoy, por
más tecnología que tenga a la mano, no podrá disfrutar.
Había
muchas formas de diversión en mi infancia y juventud, unas muy simples, otras
complejas. Cada uno tenía una razón y sentido para desarrollarlo y naturalmente
por temporadas bien definidas.
En
las vacaciones escolares era natural salir a la calle, llamar a la mancha de
casa en casa e ir a la pampa a jugar al cachaco o ladrón, la pega, las
escondidas, el rayuelo o a nuestras amigas jugar el “yas” (no sé si será el nombre correcto), los varones a los cachacos
y uno que otro pendejo para ganar rápido, sacaba su pelota de jebe que
lo
hinchó una semana en la lata de kerosene , o las bolitas y otro “vivo” te
cambiaba la canica por uno de acero (bolas de rodajes) y te partía en dos o mil
pedazos las bolitas, sí, esas bolitas que comprábamos en las bolsitas del
arrocillo. Llorabas y reías, pero te hacías más independiente, el tema era para
regresar a casa pasado de las diez de la noche. Escuchaban un silvo de la vieja y patitas pa´ que te
quiero y pa´ la casa.
Una
época inolvidable, era la temporada de verano entre mayo y julio, en las tardes
agarrábamos un pedazo de cuero de oveja o de cartón he íbamos a las afueras de
la ciudad para “zurrucarnos”: bajabas cincuenta metros en un segundo y subías
en media hora y encima hacíamos cola para bajar
y de pronto sonaban las risas de los patas ya que más de uno tenía el
pantalón con hueco a la altura del “poto”. El tema era como llegar a la casa en
ese estado, al final mi abuela Eloisa, lo zurcía tronco tronco, con sus setenta y cinco años a cuestas. Paque no te
pegue la vieja, remángate el pantalón, así como de tu chompa, pero del lado
izquierdo y hechalo escupe a tu oreja y verás que no pasa nada. Dicho y hecho,
hecha la ceremonia anti castigo, íbamos a la casa y por algo inexplicable, no
te decían nada, salvo un ¿au, ya
llegaste?.
Yo vivía cerca al MTC y cuando
llegaba la época de los carritos, nos íbamos a sacar rodajes para colocar como
llantas a nuestras carretas y bajar desde Burgos hasta Tushpuna o caminar a las
pampas de Higos Urco, meterse al interior de una llanta de camión y dar la
vuelta hasta donde Dios permita y salir borracho
– borracho de tanta vuelta.
En
agosto, mientras que la gente adulta iba a las procesiones, a los toros, los
muchachos subíamos al colorao para elevar nuestras cometas, que por las noches
lo hacíamos en la casa con armazón de carrizo seco, ya sea cuadradas,
rectangulares, triangulares, con rabija o
sin rabija, pero eso sí con grandes carretes de hilo grueso y una bola de
cera para hacerla más fuerte y hacerla volar lo más lejos y alto posible. El
vacilón, era meter nuestras cartas a la enamorada y ésta viajaba por el hilo
sin retorno. A veces, un envidioso venía y te metía “llilé” y nunca más lo veías a esa amiga de la infancia, tu cometa
eterna o eterna cometa.
En
otra etapa del año, desaparecían las chapas de gaseosa “La Fuente”, porque todo el mundo tenía que hacer su “dur-dur”( chapitas aplanadas con dos
huecos por donde pasa un hilo y daba la vuelta y tiene un sonido peculiar, de
allí su nombre). Jugar al “dur-dur”
era una guerra de titanes, cuando se topaban era un sonido irritante al oído y
ganaba quien cortaba el hilo.
Ya
de adolescente, venía la etapa del enamoramiento, a la vecina ya la veías con
otros ojos y curiosamente era la temporada de duraznos. Recuerdo que jalábamos
de la tía Zoila los más grandes, lo comíamos y como cojudos, suda- suda gastamos la pepa del durazno
sobre una piedra hasta formar un anillo. Era la única cosa que regalábamos a la
“amiga cariñosa”. Y se me vienen a la
mente muchas cosas más, pero la lluvia cesa y uno tiene que seguir su camino.
Ese camino complicado de la vida
cuando llega a la adultez y solo añora ese pasado que no volverá y que nuestros
hijos y nietos tampoco lo disfrutarán.
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